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Mostrando entradas de junio, 2010

Caravana de Mabeles

... pero por favor, Eva Doris, quién nos dice algún día nos juntamos y armamos la Caravana de Mabeles, nos pinchamos las escarapelas en los escotes, y nos vamos todas juntas a los festejos del Bicentenario. Como hace doscientos años, chicas, ¿se acuerdan? Me acuerdo Chichita que vos te pusiste preciosa con ese corsé y el miriñaque celeste y blanco. A la nona la vestimos de blanco y la pusimos en el carruaje; no se bajó del coche porque llovía la Nona, miró todo a través de la ventana. Y Madama de Félix con Laura Elena todas risueñas y murmurando perseguían a Domingo y Antonio, hacían que los ayudaban a repartir escarapelas. Con Muriel Bertha decíamos que tenían algún tipo de interés, más que un favor a la patria ellas lo que querían era coserles el ruedo a los muchachos. También me acuerdo de vos, María Eva que te nos escapaste de la congregación, nos sacaste a Bertha y a mí de las manos el paraguas, y con el parasol abierto cruzaste la plaza y entraste a la casa rosa que está enfren

Vienna. Parte 9.

Coda. Desde el quinto piso de un appart Hotel de Mar del Plata veo el mar. El día está soleado, fresco, sopla un poco el viento, y por encima del edificio que tengo enfrente asoma amarilla y roja una la letra hache de Havanna, que es como confirmar sin derecho a réplica que ya no estoy allí sino acá. Internamente vuelvo a establecer conexiones, sueño y pienso mucho en los días que pasaron. En circunstancias de final, uno entiende que los viajes son como la vida, que se terminan, y se me ocurre que con éste pasará como sucede hasta con los amores más agarrados: poco a poco me iré desprendiendo de Viena. Todavía tengo encima a los edificios imperiales, los puentes románticos y el Danubio adentro. Todavía me cae la nieve del último día, la que nos mojó cuando con Thomas fuimos a desayunar antes de mi partida. Por una confusión logística no pude despedirme como hubiera querido de alguna gente y las últimas horas fueron como apresurar un trago que uno sabe que igualmente será breve. Por

Vienna. Parte 8.

El crítico sueco. Ayer compartí un momento con un crítico sueco que actúa como jurado. El crítico sueco. Él mismo se había presentado hacía un día en una cena en Café Pruckel, Hello, I don´t know if we´ve been introduced, my name is y me extendió la mano, me dio un apretón serio, formal, de esos con los que uno estira la espalda para dar la mano, pura compostura y acento. Alto, rubio, anteojos, muy cultivado, ilustrado hasta las sandalias, el crítico sueco no dejaba manzana sin canasta. Sabía de todo, conocía de cine, de comidas y vegetales. Viajó por todos lados. Paris, Londes, Estocolmo, Praga, Estambul. Nos contó -éramos varios- el origen de la palabra es-tam-bul, donde-están-los turcos, y todavía no entiende cómo es que tienen lugar en Turquía ciertas medidas de política económica aplicadas a su geografía portuaria. Cuando está en París, al crítico sueco le molesta que los franceses solamente le hablen en su idioma, porque, bueno, tiene que adaptarse. De todas maneras no dej

Vienna. Parte 7.

Del ánimo, para abajo. El Danubio se pone verde cuando el cielo está gris. El canal que cruza la avenida es una gran masa de agua y las gotas cuando caen hacen círculos concéntricos, remarcando un estado de ánimo insistente, triste, tranquilo, tanto como su agua opaca. Primera vez llueve francamente, y hasta donde puedo ver desde mi ventana, la ciudad tiene cara de paraguas. Viena sigue siendo muy espaciosa, pero en días como éste se transforma en una ciudad ficticia, decorada. Ayer salí a caminar por primera vez sin rumbo fijo. Antes de salir de Buenos Aires agarré mi brújula, y cuando al vestirme la vi sola en la valija, me la metí en el bolsillo, terminé de colocarme la bufanda, el abrigo, y salí directamente, sin mapa, museo ni cine por destino; fui a perderme sola con mi norte particular por cualquier calle. En una iglesia gótica no muy grande, hay un cartel de propaganda de un concierto del Requiem de Mozart el primero de noviembre, a 25 euros. La plata no es un problema,

Vienna. Parte 6.

Venus. Tomar un ascensor y compartir el viaje con una china preciosa de metro noventa que parece venir de Marte, vestida con un Louis Vuitton con campera y maleta en juego, que suda perfume y probablemente nunca haya tenido olor a pata, pasa pocas veces en la vida. No es que ayer me haya pasado tan así, si no era china era coreana, si no era de Marte era de Venus, pero lo que probablemente sea seguro es que no tenía olor a pata. Tremenda oriental. Menos mal que los ascensores del Hilton no tienen espejo, habría descendido mi autoestima hasta el subsuelo, aunque hubiésemos marcado en el tablero el piso más alto. "Auf wiedersehen", le contesté en alemán para hacerme la loca, la que sabe algo, la que juega de local en todo esto, pero su pronunciación en inglés/chino fue tan perfectamente seductora y almibarada, que llegué a la oficina destruida y cabizbaja, más petisa que nunca, preguntándome por esas cosas del destino, como ser por ejemplo por qué mis abuelos fueron de los c

Vienna. Parte 5.

Anteayer. El asesinato. Tuve que llevar a un grupo de extranjeros al Kunsthistorischesmuseum, el Museo Histórico de Arte de Viena. Una visita guiada particular para la gente del festival, a la que al final fuimos sólo cuatro, dos norteamericanos, una norteamericana, y yo. Ay, la norteamericana... no me adentraré en detalles, prefiero que tan temprano no me cunda de nuevo el pánico. El Museo es una estructura edilicia impresionante, construida en el Siglo XIX al estilo renacentista por los Habsburgo de Austria. Otra vez, los austríacos no dejaron de ponerle nada al plato. Mármoles gigantes, ornamentos dorados, lámparas suntuosas, simil mármoles increíbles (no es lo mismo que mármol aunque sí una técnica muy refinada y cara), un espacio pensado para ser exclusivamente un museo que desde cualquier escala sea cómodo, funcional, enorme, y con escaleras de entrada blancas y anchas, que te llevan en su descanso a una escultura tamaño baño de un héroe griego matando a un centauro. Ésa es no

Vienna. Parte 4.

Gris plomizo. Hoy me desperté más triste y melancólica que otros días. Desde el punto de vista pictórico, a la ciudad también le queda bien eso. El cielo es plomizo, gris, y si bien los fríos no rechinan los huesos, no dejan de calar hondo cuando cae la tarde, y hacen que te abrigues hasta el caracú antes de salir a la calle, como diría mi madre, por si a la noche refresca. Por un problema que tengo en las piernas, me compré unas medias color café súper apretadas, que a mi problemita lo mejoran bastante, pero no les cuento el estado de mis dedos gordos y de mis caminatas. A veces se hacen cuesta arriba, aunque el suelo vaya cuesta abajo (pocas veces, el territorio es más bien plano), pero aún así, aún con mis piernas flacas agarradas como matambres, las caminatas son una de las cosas que más disfruto entre todas, caminar la ciudad hasta gastarme en los pasos. Ayer estaba con unos invitados, gente de todos los lados, Portugal, Canadá, Francia, y algún otro país colgado, y luego de

Vienna. Parte 3.

Leopoldo. Un cuadrado de cemento moderno e inmenso en medio de construcciones clásicas que hoy son museos y más museos. Cinco pisos de un gusto exquisito llenos de expresionismo, simbolismo y cualquier imaginerío que huela a oscuro y fantástico. Había allí una maraña angustiosa en medio de todos colores posibles para una época. Pinceladas, retazos, bocetos y cuadros terminados. Los muchachos de antes tampoco la pasaban bien, aunque nos quejemos que seguro éstos sean los tiempos más difíciles que le haya tocado vivir a la humanidad. Pero no. Ellos también sufrían demasiado. Además, Egon Schiele murió a los veintiocho años. Hay una foto tomada dos días antes de su muerte, ya en cama, con una expresión entre triste y tranquila, pero no tan grave como si supiera que la muerte lo estaba buscando. La foto está llena de una melancolía que tiñe todo al ver sus cuadros. Murió de un virus llamado Influenza; el asunto no dejó de ser expresionista e impresionarme. Todo pasaba entremedio de mur

Vienna. Parte 2.

Parte 2. Wiener Schnitzel. Siempre pensé que un Wiener Schnitzel era una especie de factura vienesa, del estilo crema pastelera, de un color más bien claro, con pintitas de chocolate, como tienen muchas de las facturas que se consiguen en Europa, un tanto más grande que las nuestras, bien almibarada, bien rica, bien cara. Como sea que la haya imaginado, en el intercambio epistolar con la gente de Viena, el Wiener Schnitzel se transformó en un aliciente, en un leit motiv a la hora de buscar excusas idiotas que hagan avanzar los pedidos y los relatos, y así transformé al Wiener Schnitzel en un motivo más para justificar mis ganas de visitar Viena. También imaginaba que, una vez acá, iba a estar dispuesta a gastar unos buenos euros en alguna confitería clasiquísima, y sentada en una mesa tonet gastada pero de nobleza originaria, miraría a un mozo vestido de pingüino, a quién le entendería lo básico pero lo suficiente, y cuando el señor silenciara su pregunta en relación a qué voy a t

Vienna. Parte 1.

Acá Viena. Es como una casa de muñecas. Es Europa, indefectiblemente, con sus construcciones, sus calles irregulares marcando la existencia de una Edad Media que América nunca tuvo, su gente más alta y más silenciosa. Son increíblemente poco ruidosos los vieneses. En su tono, en sus diálogos, en su alemán de un acento dulcísimo, precioso, musical. Vengo de una reunión de trabajo y escuchaba sin entender nada, salvo una melodía preciosa, completamente legible. Sus autos no hacen ruido, sus subtes son casi de juguete y sus tranvías, de hecho de juguete. Ésta es, claro, mi primera impresión, almibarada, todavía llena de sorpresas en una parte, aunque en otra ya no tanto: hay algo en lo que Europa siempre se parece a sí misma, y ahí ya estuve, del mismo modo que estoy acá ahora. La llegada. El viaje fue extraordinariamente largo, la ida a Europa saliendo de mañana de Buenos Aires es un verdadero calvario, y las chicas de Iberia te lo recuerdan con cada bandeja que te tira