Vienna. Parte 4.

Gris plomizo.
Hoy me desperté más triste y melancólica que otros días. Desde el punto de vista pictórico, a la ciudad también le queda bien eso. El cielo es plomizo, gris, y si bien los fríos no rechinan los huesos, no dejan de calar hondo cuando cae la tarde, y hacen que te abrigues hasta el caracú antes de salir a la calle, como diría mi madre, por si a la noche refresca. Por un problema que tengo en las piernas, me compré unas medias color café súper apretadas, que a mi problemita lo mejoran bastante, pero no les cuento el estado de mis dedos gordos y de mis caminatas. A veces se hacen cuesta arriba, aunque el suelo vaya cuesta abajo (pocas veces, el territorio es más bien plano), pero aún así, aún con mis piernas flacas agarradas como matambres, las caminatas son una de las cosas que más disfruto entre todas, caminar la ciudad hasta gastarme en los pasos.
Ayer estaba con unos invitados, gente de todos los lados, Portugal, Canadá, Francia, y algún otro país colgado, y luego del restaurante debía llevar al grupete al barco en el que transcurren las fiestas de la Viennale. Con mapa en mano devine en algo así como la local del grupo. El Badenshiff no quedaba lejos, y nuevamente fuimos caminando. La ciudad está atravesada por el Danubio, y algunos canales pequeños. Tuvimos que cruzar un puente verde, de metal y boca ancha, por el que debajo pasa un tren, y más abajo ya está el agua. La ciudad está tan bien iluminada que si lo miramos con ganas, estábamos nosotros dentro de un cuadro; y visto con cierta lejanía terminábamos siendo las últimas pinceladas de un pintor detallista y no muy desordenado, pero capaz de expresar increíblemente las cosas en su lugar y momento, dándole al cuadro una visión en perspectiva arquitectónicamente muy equilibrada, con algunos transeúntes hablando en diferentes idiomas, que se ríen un poco, que preguntan, que señalan, y que en el cuadro siguiente llegan a destino cuando el paisaje ya se abre y encuentran un canal mayor, con un cine en frente y un barco abajo. Una buena noche, una más en este mosaico variado, cinematográfico y urbano.
Breve metro.
Viajar en metro inclusive para los locales es muy, muy caro. Un ticket de un solo viaje sale casi dos euros. Adopté una política de ahorro y compré un ticket que nunca pasé por una máquina. Parece que es bastante tradicional que se haga lo que en criollo llamamos la colada. Como para entrar al subte no hay necesariamente que pasar por molinetes, es un hecho que para mucha gente se torne un clásico. Espero no tener que describir en ninguna crónica siguiente cómo es el departamento de policía, de la sección idiotas y deportados. De todos modos, acá todo está relativamente cerca y sólo lo uso en caso de estar apurada para llegar a algún lado.
Él, que me gusta tanto.
No puedo dejar de escuchar la música. Los sonidos del idioma resultan cada vez menos impermeables. El alemán se abre, de ser un león en celo que guarda en un cajón secretos e inflexiones, pasa a ser un felino amable que me deja acariciarlo. Empiezo a reconocerlo más de lejos, en la esquina, en el panadero, hasta en el tipo que vende algún pescado, y no les puedo contar cuán contenta me pongo con eso. Sigo resultando algo troglodita cuando, torpe, con algún austríaco casual, en una fiesta, intento preguntar o contar algunas cosa. Ahí sí, se me nota el pensamiento, los cálculos en la hoja que tengo que hacer para abrir la boca; pero si no, encuentro que cada vez me resulta un poco más fluido y cuando sin darme cuenta entiendo algo que un tercero está por ahí hablando, la contentura es inmensa. Imaginen que en el origen de este viaje, por debajo pero muy concretamente, late el hecho de que hace tres años, un buen día se me ocurrió estudiar este idioma loco. Diría un señor con sombrero: "no es poco".
Das Haus.
Estoy en su casa, parando en lo de Thomas, un curador de un museo de arte. Su departamento es amplio y bello, y con la evidente distribución de las cosas como para darse cuenta en seguida que un hombre solo vive en esta casa. Para que se imaginen un poco, en este momento escucho que en el otro cuarto suena muy buena música y el ruido de una máquina de escribir que no es ni de las eléctricas y a la que hay que golpear bastante para que escriba cada letra. Me parece que la computadora no ha llegado a esta casa. Thomas es un muy buen tipo, algo extraño, y poco a poco vamos entrando en vínculo: Hallo, wie gehts, es geht gut, y muchas veces lo hacemos en castellano porque lo habla como una caricatura, pero entiende a la perfección y maneja las palabras. Él hace la suya, yo la mía, y armoniosamente ése parece ser el pacto. Hoy le convidé un budín de frutas secas buenísimo que compré en el supermercado. Poco a poco vamos ampliando el vínculo con el señor dueño de la casa.
Ahora lo que suena en el cuarto de al lado es "Crazy", de Norah Jones, en una versión guitarra country muy buena y delicada. Me recuerda a cuando estuve hace seis años en Barcelona, y descubrí a Norah: alojada en el departamento de una amiga me ponía a escucharla para olvidar un amor que literalmente me había roto el cuore, y que con su silencio habría de seguir quebrándomelo, y que en larga agonía pasó a ser casi la imagen de un mito, algo que se fue desintegrando solo y con el tiempo, con un primer capítulo de final triste e indeterminado. Por suerte, un buen día vino la segunda parte, en Buenos Aires pude verlo y mandarlo bien -bien concretamente- a lavar los platos. Va el guiño acá para los que me escucharon llorar por ello.
Esta bitácora se va terminando junto con el tema, llega la guitarra al último renglón, la palabra al último acorde, y nos ponernos de acuerdo con Norah para salir a la calle. Será hasta la próxima, pues. Un cariño enorme para todos,
Verushka, Viena, Austria.

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