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Mostrando entradas de octubre, 2010

Lisboa

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Hay un evento que llama la atención, por lo lejano y por lo presente. Si se está mínimamente atento, es algo de lo que uno va a enterarse más o menos enseguida. O lo escucha de alguien que hablando sobre otro tema lo menciona como detalle periférico, o lo lee en una placa señalada en algún muro. En 1755 en Lisboa un terremoto destruyó el ochenta por ciento de la ciudad. Hay carteles en varios lados que indican si un edificio fue construido antes del terremoto, o cómo, cuándo y quién lo reconstruyó. Cuentan que durante los seis minutos que duró, los que pudieron se acercaron a la costa porque ahí no se caía nada, y que cuarenta minutos después un maremoto gigante barrió en tres movimientos los pocos restos que habían quedado en pié. Durante los cinco días posteriores la ciudad ardió completamente en llamas. Imagen Hoy Lisboa es preciosa. Mirarla es ver plasmada la imagen que se tenía en la cabeza antes de conocerla. En los balcones de sus calles angostísimas con subidas y bajadas,

París

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Séptima parte. La Gauche Sillón. Computadora. Leo en lemonde.com sobre la marcha nacional contra la modificación de la edad mínima de la jubilación, en vez de a los sesenta la pusieron a los sesenta y dos años, y eso es un scandale . Es también una marcha contra el gobierno en términos más generales. En París, uno de los puntos de encuentro era en Montparnasse, a pocas cuadras de la casa de mi tía, y fuimos para allá. Si hubiera un cuadernillo anexo en los libros de viajes con eventuales, uno de los must del circuito sería participar de una marcha contra Sarcozy. Dos motivos fundamentales: el primero político y obvio; el segundo, transitar la ciudad de una manera que difícilmente sea posible sin esa condición. Sin estar desbordante (los medios después arrojaron cifras más optimistas), había bastante gente y la cita final era en La Bastilla. Escuchar las mismas melodías que suenan en Callao y Montevideo pero en tonito francés, es un total chic-révolutionnaire . Había m

Siena

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Sexta parte. A esta altura Tuve que hacer el esfuerzo de levantarme. Florencia me dejó exhausta, con poco tiempo para digerirla, pero quería ir a Siena. Al final fue una suerte que varias de las chicas de la habitación roncaran; si bien la noche fue tortuosa, la sinfonía terminó por despertarme para llegar a tiempo. Estaba temprano en la estación, con un humor maldormido, pero de pié para tomar el tren en hora. La noche anterior me había dicho, voy. No importa que esté cansada, que me duelan los pies, que a esta altura tenga poca capacidad de absorción, que necesite una pausa para procesar todo; vale la pena, dicen que Siena… Dicen bien. Al entrar a la parte histórica ya no se ven más autos, está prohibido acceder de otra manera que no sea a pie, aunque de vez en cuando se cuele alguna moto, cosa que a los italianos parece encantarles (así como los berlineses se mueven silenciosos en sus bicicletas, estos recuerdan a montones de Nani Moretti andando con sus motos, haciendo ru

Padua

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Quinta parte. Il capuccino Con el italiano estoy en muy bajas condiciones de negociar. Si bien es una lengua accesible, una cosa es tocar de oído y otra es entender lo que te dicen. El problema es que acá en Italia me rehúso a hablar en inglés. Siento que desaprovecho la oportunidad de mandare frutta all’italiana. Anque los italianos, en inglés se les va la mística seductora y graciosa que tienen cuando hablan. Perdemos todos. No me gustaba la idea de estar en la iglesia de San Antonio de Padova preguntando “excuse me, do you know how I can go from here to Pedrocchi?”. Me niego. El idioma es parte del paisaje. Algunas veces la situación me gana y no tengo otra, corro el riesgo de no llegar nunca a ningún lado. Sobre todo si lo que busco es algo tan concreto como el bar Pedrocchi. Cuando supo que andaba por acá, una gran amiga italiana que vive en Buenos Aires me pidió como favor personal que vaya a Pedrocchi. Entendí algo así como “si no lo hacés por vos, hacelo por mí”. Y bueno, hice

Venecia

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Cuarta Parte. Ponte Rialto En el puente había tanta gente que para apoyar los codos en el bordecito había que hacerse lugar esperando un buen rato en una cola amorfa multicolor, o directamente mandarse un poco a los ponchazos, abriendo camino entre los japoneses con sus cámaras, los alemanes con sus visitas organizadas, y los franceses con ese no sé qué, ese trulalá tan particular. La señora me miró y entendió todo de golpe. Yo estaba de cara al gran canal, me había hecho por fin mi lugarcito. Había estado caminando horas, perdida en un laberinto turístico imposible, en el que en cada esquina que doblaba encontraba más o menos lo mismo: callecitas preciosas, chiquitas, medievales, llenas de cosas para comprar, souvenires chinos, vidrio de Venecia, del bueno y del malo, máscaras carnavalescas, botas italianas de primera línea, abanicos a cuatro euros, muebles para quedarse a vivir, ensaladas de fruta… exactamente, cualquier cosa. Creo que me buscó a propósito. Yo estaba algo inhi

Berlín 3

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Lo gris y los colores ¿Cuánta gente de la que crucé por la calle vivió entre los escombros de su propia vida en el ’45? ¿Quién quedó del lado este en el ‘61? ¿Y del lado oeste? Hasta hace veinte años una de las esquinas hoy más imponentes del mundo era una locación gris, poblada con los restos de una guerra desparramados en tierra de nadie. Hoy ese lugar es una de las locaciones más modernas que existen. El cambio sucedió en menos de diez años. En un mismo lugar, en un mismo siglo, es casi imposible entender cómo hay espacio para tanta cosa. Lo hay. Eso es Berlín. Una ciudad fantástica e incomprensible, con una capacidad igualmente grande para construirse, destruirse, reconstruirse. Han pasado demasiadas cosas, la mayoría de las cuales están vivas, son historia que se ve y camina por las calles. Los hijos de Nina, de quince y diez años, lo estudian en la escuela y no entienden. Le preguntan a su mamá cómo pudo ser que durante veintiocho años el barrio de al lado haya sido el país de al

Berlín 2

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Segunda parte. El futuro En Europa siempre me cuelgo mirando más bien hacia atrás, busco la historia de los lugares en la arquitectura, en los museos, en la formación de las calles irregulares, en las diferencias que necesariamente hay respecto a nuestro cuento, tan corto, tan nuevo. Ayer no paré de caminar y después de una vuelta enorme, volviendo al Postdamer Platz para tomar el S (es como un subte que va por arriba), una hendija entre dos edificios altos me llamó la atención: entremedio se veía una cúpula convexa, hecha de hierro y vidrio, y a través de ese vidrio se dibujaba el cielo. Estaba oscureciendo. Se escuchaba también una música suave y ruido de agua. Unas luces azules y rojas salían de adentro con algún movimiento. Desvié el rumbo y entré. Sin darme cuenta en un segundo parecía haber llegado al futuro. Era como entrar al decorado de Blade Runner. Y yo, que soy medio reacia a ir hacia adelante, que siempre busco más los por qué que los para qué , tuve que mandar a guardar