La fiesta

Esta mañana me quedé mirando la nieve, el blanco en los techos del Distrito Primero, como hipnotizada. Fue tanto el trabajo desde que llegué, que antes de ponerme en funciones no tuve ese tiempo necesario para salir del jet-lag y del enorme cansancio que deja un viaje en avión tan largo.

Es que la Viennale es –como todos los festivales- una máquina que una vez que empieza no para. Siendo mi cuarto año acá, ya estoy trabajando a la par de cualquiera en el departamento de invitados. El primer año era una especie de exótica miembra del staff, incomprensiblemente llegada de Buenos Aires para trabajar en Viena, a quien se le pedía realmente pocas cosas: entre que hablaba poco alemán y tenía carta libre para conocer la ciudad porque era mi primera vez, mi trabajo más o menos consistía en “eating with the guests” and “going with them to the museums”, como me cargaba Marius, uno de anteojos que trabaja siempre aquí. Pero con el correr de las ediciones fui aprendiendo el funcionamiento del departamento de invitados, conociendo mejor la ciudad y hablando más el idioma, de modo que ahora soy una más, felizmente. Este hábito de viajar con un contexto laboral como marco de referencia hace que la experiencia de viaje sea completamente diferente. Es un privilegio que sé que tengo y valoro con todas las letras del alfabeto, y que me permito compartir con ustedes sin vergüenza porque –más allá de la sana envidia que algunos confiesan, totalmente comprensible- entiendo que es algo que no tiene más misterio que una serie de circunstancias fortuitas en la vida que, encadenadas y sumadas a un deseo muy grande de desarrollo personal, me fueron trayendo hasta acá una vez por año desde hace cuatro. 

Y la verdad, es una fiesta. Es la edición cincuenta aniversario, y corre una especie de “excitación especial”, que a mí en realidad me parece la misma de todos los años; sólo que como esta vuelta termina en número redondo se acentúa la idea de festejo, y entonces estamos de gran cumpleaños. Está lleno de visitas buenísimas, con las que cualquier cinéfilo se daría un panzazo de felicidad. La verdad que yo no soy tan cinéfila, de modo que en general no me vuelvo tan loca, pero esta vez, lo confieso, me vi seducida con todos los que vinieron: Michael Caine, James Benning, Olivier Assayas, Brillante Mendoza, Wolf Suschitzky, y siguen las firmas estelares. Lamenté no haber tenido una cámara a mano cuando Hal Hartley, altísimo y grandotón,  hace dos noches me agarró la cabeza y desde sus casi dos metros me dio un abrazo de oso en una fiesta, mientras bailábamos como locas con Jess Weixler, la actriz del momento del cine independiente norteamericano. Pocas veces se tienen oportunidades tan cool de protagonizar momentos. La música la estaba pasando el genio de Andrés Duque, un director español que abrió una serie de noches en las que el festival ofrece a sus invitados oficiar de DJs en el Festivalzentrum (una suerte de Meeting-Point para terminar cada día). Andrés es un DJ profesional: no había nadie en la pista, todos estaban alrededor esperando a ver “qué pasaba”. El tipo entró decididísimo con su Mac, y como si hubiera tres mil personas esperándolo nada más que a él ansiosas por bailar, levantó su brazo tipo súperman, nos miró de frente, apretó enter, y nos llevó adonde quiso. No puso ni un solo hit, y sacó a todos de la quietud minimalista y fumadora vienesa. Un groso.

El pequeño problemita (como casi siempre, durante los festivales) es que al otro día la Viennale continuaba y yo tenía que ir a la mañana recibir a Gary Lewis, un director escocés, y a Eloy Cachafeiro, un portugués-español, al aeropuerto. Esa mañana me encontré con mis cuarenta años durmiendo conmigo, abrazando los dos la misma almohada. El cuerpo me chillaba como una puerta sin aceite y hacerme la loquita cool tiene cada vez impuestos más caros. Obviamente, no me quejo. Traduje en todos los idiomas “calavera no chilla”, y me fui a la oficina para encontrarme con Jochen, el chofer con quién tenía que ir a buscar a los invitados. Ayer en Viena comenzó a nevar, y con el cuerpo reventado y una resaca importante, vi caer nieve sobre el vidrio frontal del auto. Jochen me miró, resacoso él también, y me preguntó por qué sonreía. Es local, para él es cosa de todos los inviernos. Me acordé de aquel 9 de julio de 2007 en Buenos Aires. Salvo en esa oportunidad, nunca había visto caer nieve. Lo miré en silencio, no le dije nada, me dolía hasta la garganta. Jochen, sin entender razones exactas, entendió todo. Seguimos en silencio hasta el aeropuerto.


Hoy, por suerte, recién tengo que ir a la nochecita a la oficina. Desde entonces siguió nevando de a ratos, y en lo de Therese está calentito. Por fin encuentro el momento para escribirles. Me pongo en marcha mientras me pregunto por dónde empiezo. Me decido. Ensayo un comienzo posible: “Esta mañana me quedé mirando la nieve, el blanco en los techos del Distrito Primero, como hipnotizada…”.



Vera

pd,  Hace dos días venía para lo de Therese y cruzando por el Stadpark me pareció ver una silueta vagamente familiar. Miré una, dos veces, y la reconocí: era la figura de Isabella. Ahora tengo la certeza que anda por acá. Evidentemente quería pasar desapercibida, se la notaba de incógnito, fiel a su estilo misterioso. Estaba meditabunda, parada quieta frente al lago observando los patos. Sus reflexiones me producen inquietud. Debajo de su pañuelo se anidan ideas que quién sabe adonde la llevarán. Seguramente tendré noticias de ella muy pronto. Pude tomarle algunas fotos; es evidente que la sorprendí. Las pruebas de nuestro cruce las colgué en Facebook. Ni bien intercepte alguna de sus cartas, si aparecen, no les quepan dudas que se las iré mandando.





Los techos del distrito primero, desde la ventana de Therese.





La nieve, en el Stadtpark, yendo a la mañana para la oficina.






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