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La batalla del 152

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(Publicado en  Revista Llegás , julio 2014)  “Sale con fritas, mandalo como sea… “ le escuché decir al tipo que tenía parado casi sobre mi asiento, mientras me pedía permiso con gestos para sentarse en el que había quedado libre al lado de la ventanilla. Corrí mis piernas hacia el pasillo para permitirle el paso. El tipo estaba algo excedido de peso, y tenía un maletín, un tapado colgando en el antebrazo y un par de bolsas en la mano, así que el pasaje fue medio aparatoso. Pero no tenía sentido que me corriera de lugar, en cinco minutos me iba a bajar y ya me estaba preparando para librar La batalla del 152, nombre con el que la había bautizado hace un par de años. El señor se sentó y desplegó su oficina móvil: abrió el maletín, empezó a sacar papeles, seguía hablando por teléfono. Insistía “mandala querido, haceme caso”. Del otro lado parecían resistirse a la idea. Pero él no se daba por vencido. Me pregunté qué habría para mandar, aunque sabía perfectamente que no

Balvanera

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 (Publicado en Revista Llegás , mayo 2014) Como me encanta clavarme dos de muzza de dorapa antes de volver a casa”, pensé –algo exenta de elegancia, me di cuenta- mientras me limpiaba la boca con una servilleta de papel los restos de la segunda porción. Eran las diez y media de la noche de un día larguísimo. Ya subir las escaleras del subte y caminar esas cuadras por Callao había resultado un acto de fe enorme. Suponía que ni bien abriera la puerta del departamento tiraría bolso y abrigo en el camino que va del hall al dormitorio, y así nomás, sin solución de continuidad, me encontraría enredada entre la colcha y la almohada, de las que la vida me había arrancado sin piedad más temprano que de costumbre. El día había sido fatal. Las ojeras me llegaban hasta las rodillas, y el look desastre de fin de jornada poco tenía que ver con la versión cool a la no-me-importa-nada del que pasea desprolijo por Palermo. Mah qué Palermo… Estaba caminando por la frontera que divide Balvan

Boston

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Sabía que quedaba más o menos cerca de Nueva York, pero nada más. Boston, la pequeña, la ilustrada. La de las grandes universidades y hospitales. Boston la nevada, la fría, la blanca. Su gente la presenta como a un amigo o un pariente de quién están orgullosos; como un vestido extraordinario, el que mejor les queda, el que usan para las fiestas. Como si vivieran en permanente gala. Desde el auto –cuando nos fueron a buscar al aeropuerto- nos señalaban aquel hospital, el más avanzado de todo el país; o aquella universidad, la más prestigiosa del mundo; o esa otra casa, en la que un día de julio de 1776 desde un balcón se leyó al pueblo de Estados Unidos la declaración de la independencia. Llegamos este febrero. Helado como pocos, la ciudad misma no recordaba tanto frío. Estaba toda blanca. Cincuenta centímetros de nieve sobre el piso. Montañas de crunchi crunchi para pisar, para sentir debajo de la bota, para encandilarse con la luminosidad, para hacer  una bola tan grande como se p

Miami

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Desastre climático mundial. Violentas tormentas azotan USA. El frío castiga al país del norte, que no recuerda helada similar en la historia de sus incomprensibles Fahrenheit. Boston, Nueva York, Chicago paralizan sus actividades. Atlanta, la sureña de Georgia, desacostumbrada a lidiar con la nieve, debe enfrentar la parálisis más grande de su historia. Caos en cada uno de los aeropuertos yankees. La información corre como un rumor desorganizado. Se improvisa a la par del tiempo: las llegadas se retrasan, las agendas cambian, se falta a las citas, no se cena esa noche en casa. Los destinos migran de un momento a otro. Los aeropuertos se transforman en verdaderos campings internacionales. Las compañías aéreas no responden por las demoras ocasionadas, no cuando se trata de causas naturales. Lo único que puede esperarse es que pronto salga el sol. El resto resulta indomable.  Un pequeño grupo de teatro argentino, compuesto por cinco miembros entre bailarines y actores, debe viajar de Sa

California

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Pocas veces tuve una sensación tan clara. Miento: muchas, pero contadas, bien definidas… Salí al balcón –al deck- y la atmósfera me invadió como si ya tuviera recuerdos de aquel lugar, o hubiera estado por ahí miles de veces. Como si nunca me hubiera ido. Estaba recién llegada. Lo que me resultaba más conocido era el silencio. Si pudiera traducirlo en palabras, dejarlo de alguna manera escrito, pensé. Abrí la puerta y el aire me envolvió, estaba frío, fresco. El piso de la madera del deck conservaba la humedad de la última lluvia californiana. Quién sabe cuándo habrá sido, yo todavía no estaba acá. Por la ruta, unos cincuenta metros hacia abajo, no pasaba nadie. Alcé la vista y vi un camino de tierra que conducía hacia una casita blanca en la cima de una lomada. Parece un galpón donde se guarda algo. Trigo, tal vez. No sé por qué pensé eso. Hasta donde sé, en esa zona hay más uvas que cereales, mucho vino. No pasaba ni un auto. Sólo el chillido ahogado de un pájaro a lo lejos