Miami

Desastre climático mundial. Violentas tormentas azotan USA. El frío castiga al país del norte, que no recuerda helada similar en la historia de sus incomprensibles Fahrenheit. Boston, Nueva York, Chicago paralizan sus actividades. Atlanta, la sureña de Georgia, desacostumbrada a lidiar con la nieve, debe enfrentar la parálisis más grande de su historia. Caos en cada uno de los aeropuertos yankees. La información corre como un rumor desorganizado. Se improvisa a la par del tiempo: las llegadas se retrasan, las agendas cambian, se falta a las citas, no se cena esa noche en casa. Los destinos migran de un momento a otro. Los aeropuertos se transforman en verdaderos campings internacionales. Las compañías aéreas no responden por las demoras ocasionadas, no cuando se trata de causas naturales. Lo único que puede esperarse es que pronto salga el sol. El resto resulta indomable. 

Un pequeño grupo de teatro argentino, compuesto por cinco miembros entre bailarines y actores, debe viajar de San Francisco a Boston. El día anterior son informados que, por tormentas, la escala originalmente programada en Detroit será en Miami. El horario de partida se mantiene intacto. 

Ni bien pisan la Florida les avisan que los vuelos a Boston están cancelados. Se dirigen a la oficina de informes. En los pasillos del aeropuerto ya pueden escucharse los acordes de una inconfundible música cubana. Abrigados hasta la laringe a causa a las bajas temperaturas de la ciudad de destino, les hacen saber que si bien sus valijas irán directo, el próximo vuelo a Boston para ellos será recién a las 14pm del día siguiente. El reloj local marca 11.35am del día anterior. 

Esto puede ser una tragedia. 

O un regalo, piensan.

Raudos, hacen alguna llamada telefónica, mandan un mail para ajustarse debidamente al caso. Resuelven. Se dirigen hacia la parada de taxis. Al salir del edificio un sofocón tropical los envuelve con una humedad que no recordaban desde los peores calores de la lejana Buenos Aires. Mientras paran el auto se quitan pullovers, camperas, medias de abrigo, y calzoncillos largos que parecen diseñados para otra galaxia. “Tu Maiami bich”, ordena –exigente- la capitana del pequeño grupo. El moreno al volante pisa el acelerador. Las palmeras comienzan a dominar la escena. El mar, los cocos, los edificios enormes sobre la playa, el hotel en Collins Av. y 14th Street… todo parece salido de una comedia barata norteamericana. Si alguno todavía no puede creer lo que está sucediendo, a esa altura ya no cabe lugar para la más mínima duda: yendo hacia la polar Boston, aterrizaron en Miami. 

En el trayecto de auto, después de un corto debate, decidieron vivir el día como si fuese el último de sus vidas. “¡Mah sí!” fue la máxima que dominó la jornada. Dejaron los ínfimos bolsos de mano en el hotel y salieron arremangándose hacia la playa. De allí, sin escalas al supermercado. “De shopping en Miami”, súbitamente el rompecabezas parecía armarse solo, todo encajaba. Entraron al súper con atuendos negros y abrigados, revolvieron los probadores, salieron de allí con vestiditos frescos y anteojos negros para la resolana. A la noche, después de pasear al atardecer por la playa y mirar el sol esconderse tras las palmeras, tomaron unos tragos fluorescentes en la vereda de un bar en el que un par de musculosos hacían de seguridad en la puerta. Desde adentro podía escucharse el último hit de Gloria Stefan. Nunca en su vida pensaron que Miami podría hacerlos tan felices. Fueron educados para otra cosa, pero allí estaban, radiantes, tostados y con sonrisas como lunas iluminándoles los dientes blancos en sus criollas caripelas.

Al otro día, se despertaron temprano para ir a la playa. Desde la costa vieron transatlánticos tirar agua como ballenas en el mar celeste, sacaron montones de fotos, hicieron chapa chapa en la orilla, nadaron pecho en lo hondo, uno de ellos se hizo milanesa con la arena. Hicieron todo. Estaban cumpliendo la promesa del taxi del día anterior: número pleno, a todo o nada. 

En cierto momento, uno miró su reloj como al descuido. Tuvo que mirar dos veces: las agujas marcaban las 10.30am. Otro lo vio hacer el gesto, y así se desparramó la alerta. En un santiamén estaban mirándose entre todos en silencio, con la conciencia colectiva de que a todo paraíso siempre le continúa otra realidad un poco más cierta. 10.35am. El destino llegaba como una ola más, igual a esas con las que hasta hace un rato habían estado jugando. “¿Ya?”, preguntaron algunos. “Sí… ya”, contestaron otros. Lentamente recogieron de a una sus lonetas improvisadas, sus bombachas mojadas por el mar, sus ojotas de oferta compradas el día anterior en el supermercado. Emprendieron el regreso al hotel y al aeropuerto. El vuelo a Boston estaba iluminado en la pantalla led del aeropuerto. Hora de embarcar. 


Tal vez ese día chiflado y feliz, fue tan insólito e inesperado que nunca aconteció, pienso ahora que lo miro de lejos, ya desde Buenos Aires. Pero estoy por irme a dormir. Y en ese borde que hay entre la vigilia y el sueño, ahí cuando apoyo la cabeza en la almohada, vuelvo a recordarlo y tengo la certeza que me da la vivencia de cargarlo dentro. Todo lo que les conté de Miami está basado en hechos reales, y fue completamente cierto. 































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