Terrenal. Pequeño misterio ácrata. Abel, Caín, Tatita y el calefón.






Se ha escrito muchísimo sobre Terrenal. En lo personal, la vi algo tarde respecto a su estreno, y apenas salí del Teatro del pueblo, excitada con la experiencia de haber estado ahí nomás del Tigris durante esos 90 minutos, empecé a recordar, a repensar la obra. Salir a Diagonal Norte y ya tenía ganas de hablar de ella, masticarla, desmenuzarla para ir recorriendo de a poco esa inmensa cantidad de material que Kartún compiló y amontonó tan magistralmente.

Como, entre otras actividades, trabajo de escribir reseñas y críticas, propuse a las tres revistas para las cuales colaboro hacer una nota (“aunque ya se haya dicho mucho, vale la pena seguir hablando, tiene miles de capas”). Pero en todas, sin excepción y con algo de sentido común, me dijeron que ya se había escrito bastante, y que con tanta obra dando vueltas mejor cubrir otras cosas. En un punto, es cierto… pero yo seguí ronroneando Terrenal. Así que sí, escribo, no importa si no la publican, si no la leen, si no etc... Después de salir de allí, una de las sensaciones que tuve (que me habitó casi como un recuerdo, como algo vivido hace muchos años) fue que volvía a valer la pena lo terrenal, no el terrenito al cual lo venda. Así que, casi como un acto íntimo (aunque escribir siempre lo sea) me puse a hacerla. Porque además de ser divertidísima, la obra te deja con ganas de volver a ella, de reflexionar sobre lo que trata, y -sobre todo- de la manera en que lo trata. Y justamente ésa es una de las novedades que tiene: querer seguir, tener ganas de más. No sucede tan a menudo. Es como una oportunidad, hay que aprovecharla.

La anécdota es bien conocida, el mito de Abel y Caín que en esta versión es el resultado de las mezclas alla Kartún en las que el maestro entrecruza mundos aparentemente irreconciliables, y los deja en insólito estado de convivencia y armonía. Y acá la cosa: Abel es un haragán triste y sin tiempo, Caín un trabajador corto, marcado por los días de la semana, y Tatita una suerte de “Papa-Dios” que como todo padre anda por el mundo que ha creado con sus virtudes y defectos a cuestas. Pero además de la anécdota bíblica cocinada con salsa criolla, muchas otras cosas caben en Terrenal. Referencias a la actualidad, a la política, al capitalismo, al siglo de Oro español, y hasta a la cansadoramente citada inseguridad, se van filtrando primero como detalles que parecen guiños de color, pero a medida que avanzan en la obra van conformando un cuerpo con varios niveles de lectura, generando una polisemia que –si no se estuviera ante un tipo con verdadero deseo de ser claro y coherente respecto a lo que quiere trasmitir- no sería posible plasmar sin entrar en una narración desordenada y caótica, que seguramente pretendería más que lo que agarra.

Y sin embargo, Terrenal es todo lo contrario.

Kartún se hace cargo del arduo trabajo que significa ponerle cuerpo y espacio al texto que él mismo concibió. Con un proceso de búsqueda y ensayos seguramente sin demasiado margen para la improvisación (por lo menos en lo que respecta a la palabra y el texto), su trabajo como director -en conjunto evidente con su tremendo equipo artístico- consistió en encontrar de manera minuciosa la dimensión escénica que latía en cada espacio de su texto.

Ese proceso no está dado ni es sencillo. Desde La Madonnita, estrenada en 2004, el dramaturgo ha tomado la posta respecto a montar él mismo en escena sus propias obras. Su escritura, madura desde hace rato –si no desde siempre- está plagada de metáforas y asociaciones de tan alto vuelo como accesibles al oído. Kartún imagina en direcciones identificables, personales y poéticas, que además en general tocan el nervio social, como dialogando con una inquietud colectiva que nadie como él sabe capturar y trasmitir de manera graciosa y honda a la vez: lo popular, la identidad, los mitos. Su poética pareciera tener además –no habría que temer en decirlo- mensaje, una posición tomada. Tanto en términos de contenido como respecto a la forma (su forma) de hacer teatro. Sí, sí, casi a la vieja usanza.

En cambio, su historia como director ha sido más tardía y un poco más irregular. Entre otros motivos porque sus textos son mundos construidos con una gran cuota de lirismo (criollo, canchero y local, a veces hasta completamente en verso) y, más allá de ser intrínsecamente teatrales, no son en sí fáciles de naturalizar (no en el sentido de naturalismo, claro está) o devenirlos en verosímiles, independientemente del género en que se inscriban. Muchas veces, tanto palabrerío puede resultar pesado: le habrá pasado a más de uno con más de una puesta (no sólo de Kartún, obviamente). Y ni hablar de que su sistema de trabajo es a todas luces “clásico”: el autor sentado escribiendo un texto, que luego será montado por un director de escena. Hoy, en contexto Buenos Aires, ese sistema no es más que uno de tantos, y en algunos rincones hasta está puesta en cuestión su vigencia como método válido de búsqueda teatral.

Con Terrenal, Kartún viene a reconfirmar que no es necesario figurar en el top-five de las vanguardias: el suyo es un trabajo de una llegada y actualidad enormes. Lo que hay es espíritu de trasmisión, y allí no hay negocio posible (con algo de saña podría decirse que no hay festival en puerta, ni curadores de alta gama con los que coquetear); hay expresión y comunicación. Ése parece ser el deseo central. Enormemente virtuosa como es, no se pavonea en ningún momento de sí. Partiendo de la Biblia, trayéndola al más acá, poniendo morrones e isoca (larvas) en vez de frutos de la tierra y ovejas, Terrenal tiene curiosidad, y la intención de establecer un diálogo y no un monólogo autorreferencial. Y para hacer eso no necesita bajar ni un centímetro de la altura poética que alcanza.

En la puesta puede apreciarse el crecimiento de Kartún director. Por un lado, en el trabajo con los actores. Daría la impresión que Claudio Da Passano, Claudio Martinez Bel y Claudio Rissi fueran los mismos inspiradores de las palabras que el autor les hace decir. Como un vaivén que no se sabe dónde empieza y dónde termina, texto y cuerpo caminan entrelazados, como intrínsecos el uno al otro. Kartún no crea sólo un pequeño mundo, crea algo más grande: un lenguaje, y al comenzar la obra y escuchar los primeros textos, como espectador uno supone que el proceso de adaptación a ese universo va a ser, por lo menos, arduo. Sin embargo, instantes después, la platea entra en código sin ninguna resistencia, degustando las metáforas tanto como quienes las dicen (“donde hay humo hay asado, dijo el chango corriendo el tren” dicen ésa y tantas más), entrando en su sentido, y participando del juego escénico construido -entre otros elementos- con la memoria de los viejos payasos del circo criollo, de los capocómicos de cachetada vuelta y vuelta. Los actores se ajustan a la doble necesidad de ser efectivos, y a la vez de estar disponibles emocionalmente para hacer cuerpo las incontables imágenes del texto. Y, como suma de esas partes, resultar creíbles. Un trabajo complejísimo, acrobático, que cada uno de los extraordinarios Claudios articula con singularidad propia sin traicionar nunca el idioma común.

El crecimiento de Kartún director se nota también en la duración de la obra. No porque Terrenal sea más o menos larga que sus obras anteriores, sino por cómo logró conjugar el vínculo texto/puesta sin los baches o extensiones que -más allá de su calidad- sufrieron sus obras anteriores. Es como si hubiera encontrado el timing para coordinar las distintas dosis de belleza que requiere un montaje construido con una semántica amplia y variada, y a la vez ubicado el punto en donde todo eso confluye: se ve una pieza sin fisuras, no un collage con mensajes por un lado (sobre ideologías, capitalismo, religión, idiosincrasia, identidad, negros en las marchas, etc.) y formas por otro (el proceso de trabajo, la arquitectura aristotélica del drama, la idea de teatro dentro de teatro). Terrenal tiene de todo. A vuelo de pájaro podría decirse que sólo le estaría faltando el calefón que Discépolo puso al lado de la Biblia, a la que Kartún se refiere también –al igual que el poeta- de manera bien argenta. (Con tanta habilidad, cabe suponer que -de haber querido- habría encontrado el rincón para ponerlo y que quede precioso).

En esa semántica general entra como jugador de igual peso el trabajo de Gabriela A. Fernández. Con una idea tan simple como bella, y unos teloncitos tan tristones como el propio Abel, tan raídos como ciertas zonas de la provincia de Buenos Aires (donde la acción tiene lugar), la escenógrafa y vestuarista no sólo interpreta, sino que es parte de la dirección hacia la cual la obra quiere ir. La suya es una invocación directa a la meta-teatralidad del barroco, que aparece en el texto en el momento en que la obra interpela adrede al público que, bueno, sigue ahí sentado (pero esta vez iluminado) en su butaca. Sus telones distorsionan la perspectiva, arman cuadro sobre cuadro, alterando dimensiones y distancias -ayudados por una iluminación que va cuidadosamente en la misma dirección-, y a la vez resultan funcionales a las necesidades de la puesta. Exceptuando un par de detalles de color y algunos morrones, los grises y negros del vestuario evocan a aquellos personajes que el cine mudo dio y que los tres actores –cada uno a su modo- homenajean. Martinez Bel tiene a su cargo arrancar marcando el pulso de la obra, y la misión de instalar el lenguaje como universo a recorrer, y lo hace impecablemente, haciendo a su Caín crecer en idiotez y avaricia a medida que avanza la obra. Da Passano captura como un calco el arquetipo del payaso triste (notable el detalle de maquillaje que hace que sus ojos parezcan siempre cerrados y al borde de las lágrimas), y su presencia simplemente da pena, qué mejor elogio para Abel y su intérprete que producir eso. Y Rissi, Tatita, llega último y como un tractor, cabalgando sobre su propia y enorme locura, despliega actuación en cada gesto. Su caso es el de un actor que hechiza, no hay virtud más grande, el tipo lo logra. Además, esas cejas de malo, de villano… (otra vez, el maquillaje, cuidado a la par, consciente que aporta al todo como cualquier variable).

Atrás, en lo oscuro, ruidos claros para imágenes imprecisas: de allí vienen los sonidos de remate, de clima, de anunciación… Y todavía no me detuve ni en música o el sonido, ni en quién sabe qué otras cosas…



La nota se hizo larga, pienso. Pero basta, vuelvo a Diagonal Norte, al momento en que salí de verla. Se escribió mucho sobre Terrenal, como dijeron mis editores, y es cierto. ¿Será que ya se dijo todo? Tanto fue lo dicho, que puede que en ésta, tanta cháchara, no se me haya caído ni una nueva idea. Lo que en todo caso sí se podría decir (o volver a decir, ya que seguramente se dijo siempre) es que cuando una obra es sustanciosa, lo que da son ganas (de verla, de charlar de eso, de escribir sobre ella, de repensarla, de “trascender la milanesa”, al decir del maestro K). Con eso basta. Así que, bueno, intentaré cerrar esta nota larga con el espíritu que me atravesó por un momento a la salida de la obra: de festejo, de agradecimiento, y de alegría por poder vivir, otra vez –como a veces por suerte pasa- un gran ritual.

Comentarios

  1. HERMANOS, A LAS MANOS! llevo en la mente y en la piel (de pollo y gallina juntos) ese final!
    Lloré.

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  2. así es, Alma. El final, sí, pero bien desde el principio. Enteramente genial.

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